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domingo, 10 de marzo de 2013

Giordano Bruno







Ayer por la tarde, mientras revisaba  las fotos de mi viaje por Italia de este verano, no pude evitar cierta melancolía al recordar. Por un momento, entre pensamientos, tuve la sensación de estar caminando nuevamente por las calles de Florencia o viendo atardecer junto al gran canal, e incluso, cerrando los ojos, pude sentir la misma sensación de reverencia y respeto que tuve aquella calurosa tarde en el campo de Fiori, frente a la estatua de Giordano Bruno.

Y es que lo que mucha gente no sabe, o al menos no son del todo conscientes de ello, es que un viaje cuando es especial – y sin duda este lo fue para mí- no acaba cuando uno regresa a casa, sino que dura toda una vida. De mi viaje a Italia podría dedicar tomos enteros a alabar las grandes obras del renacimiento - no haría sino dejar en evidencia lo poco que se de arte - o a contaros todas las vivencias y anécdotas que tuve, pero  hoy mi propósito es bastante más humilde que todo eso, se limita a volver junto a esa oscura y enigmática estatua  del campo de Fiori y a las reflexiones que me generó.   

Grandes épocas traen consigo el sacrificio de hombres sabios, de personas comprometidas con la consecución de la verdad; esos mártires (filo-sofos) se convierten en referentes a seguir en la lucha frente al dogmatismo y la opresión, profetas de un nuevo tiempo que está por venir.  Al igual que Sócrates,  ese fue el caso de Giordano Bruno, al cual, su negativa a acatar lo establecido, le condeno a una vida errante,  huyendo de un destino que finalmente  le acabaría alcanzando, pero a su vez le convirtió en  modelo del librepensamiento para la posteridad.  

En un tiempo en que la iglesia no daba muestras de piedad hacia los que se desviaban de su doctrina, Bruno sostuvo afirmaciones tan sorprendentes  como negar el carácter divino de Jesús, mantener posturas de marcado carácter panteísta o pensar que al final incluso los demonios se salvarían, y que no hacen sino realzar su valía como pensador independiente  y como ser humano.

Pero por encima de cualquier idea que sostuviera, en mi opinión, la intuición de un universo infinito destaca por encima de todas, pues culminaba la tendencia iniciada por Copérnico y que supuso la ruptura con dos milenios de tradición.  Resulta paradójico que un  tiempo de ensalzamiento del individuo, donde obras como la cúpula de Brunelleschi o la Capilla Sixtina transmitían la creencia en un potencial infinito en el hombre, semejante afirmación suponía encajar un duro golpe en nuestra autoestima, ya que nos desplazaba del centro del universo, de nuestra posición privilegiada en la creación de Dios. Pero las consecuencias  van mucho más allá, puesto que al acabar con la idea de un universo cerrado y jerarquizado que nos había legado Aristóteles, el universo deja de tener un orden y un sentido, y pasa a convertirse en una extensión totalmente arbitraria. Dejo en manos del lector las consecuencias que puede traer consigo semejante cambio de paradigma en la demolición del edificio metafísico de occidente, que por aquel entonces ya comenzaba a amenazar ruina.

Hay muchas dudas e inexactitudes sobre el juicio que le llevo a la hoguera, pero resultan curiosos un par de detalles significativos, como que se le quemase cuando aún estaba vivo (practica nada habitual), o lo precipitado desarrollo de la ejecución, que dan han entender que las ideas de Bruno aterraban a sus inquisidores más allá de sus posibles repercusiones políticas.

Al final, después ocho años de proceso inquisitorial y tras reafirmarse en sus ideas, en el momento de enfrentarse a su sentencia  Bruno dirigió en tono amenazador las siguientes palabras proféticas a sus jueces:

“Puede que a vosotros os cause más temor pronunciar está sentencia que a mi aceptarla”