Ayer por la tarde, mientras revisaba las fotos de mi viaje por Italia de este
verano, no pude evitar cierta melancolía al recordar. Por un momento, entre
pensamientos, tuve la sensación de estar caminando nuevamente por las calles de
Florencia o viendo atardecer junto al gran canal, e incluso, cerrando los ojos,
pude sentir la misma sensación de reverencia y respeto que tuve aquella
calurosa tarde en el campo de Fiori, frente a la estatua de Giordano Bruno.
Y es que lo que mucha gente no sabe, o al
menos no son del todo conscientes de ello, es que un viaje cuando es especial –
y sin duda este lo fue para mí- no acaba cuando uno regresa a casa, sino que
dura toda una vida. De mi viaje a Italia podría dedicar tomos enteros a alabar
las grandes obras del renacimiento - no haría sino dejar en evidencia lo poco
que se de arte - o a contaros todas las vivencias y anécdotas que tuve, pero hoy mi propósito es bastante más humilde que
todo eso, se limita a volver junto a esa oscura y enigmática estatua del campo de Fiori y a las reflexiones que me
generó.
Grandes épocas traen consigo el sacrificio de
hombres sabios, de personas comprometidas con la consecución de la verdad; esos
mártires (filo-sofos) se convierten en referentes a seguir en la lucha frente
al dogmatismo y la opresión, profetas de un nuevo tiempo que está por venir. Al igual que Sócrates, ese fue el caso de Giordano Bruno, al cual,
su negativa a acatar lo establecido, le condeno a una vida errante, huyendo de un destino que finalmente le acabaría alcanzando, pero a su vez le
convirtió en modelo del librepensamiento
para la posteridad.
En un tiempo en que la iglesia no daba
muestras de piedad hacia los que se desviaban de su doctrina, Bruno sostuvo
afirmaciones tan sorprendentes como negar
el carácter divino de Jesús, mantener posturas de marcado carácter panteísta o pensar
que al final incluso los demonios se salvarían, y que no hacen sino realzar su
valía como pensador independiente y como
ser humano.
Pero por encima de cualquier idea que
sostuviera, en mi opinión, la intuición de un universo infinito destaca por
encima de todas, pues culminaba la tendencia iniciada por Copérnico y que
supuso la ruptura con dos milenios de tradición. Resulta paradójico que un tiempo de ensalzamiento del individuo, donde
obras como la cúpula de Brunelleschi o la Capilla Sixtina transmitían la creencia
en un potencial infinito en el hombre, semejante afirmación suponía encajar un duro
golpe en nuestra autoestima, ya que nos desplazaba del centro del universo, de
nuestra posición privilegiada en la creación de Dios. Pero las consecuencias van mucho más allá, puesto que al acabar con
la idea de un universo cerrado y jerarquizado que nos había legado Aristóteles,
el universo deja de tener un orden y un sentido, y pasa a convertirse en una
extensión totalmente arbitraria. Dejo en manos del lector las consecuencias que
puede traer consigo semejante cambio de paradigma en la demolición del edificio
metafísico de occidente, que por aquel entonces ya comenzaba a amenazar ruina.
Hay muchas dudas e inexactitudes sobre el
juicio que le llevo a la hoguera, pero resultan curiosos un par de detalles significativos,
como que se le quemase cuando aún estaba vivo (practica nada habitual), o lo
precipitado desarrollo de la ejecución, que dan han entender que las ideas de
Bruno aterraban a sus inquisidores más allá de sus posibles repercusiones
políticas.
Al
final, después ocho años de proceso inquisitorial y tras reafirmarse en sus
ideas, en el momento de enfrentarse a su sentencia Bruno dirigió en tono amenazador las siguientes palabras
proféticas a sus jueces:
“Puede que a vosotros os cause más temor pronunciar está
sentencia que a mi aceptarla”
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